lunes, 30 de abril de 2012

Mis abuelos

La abuela María fue una mujer fantástica. Refunfuñona, cariñosa, simpática y en permanente estado de cabreo con la vida. Le gustaban los besos de sus nietos o una palabra amable de sus hijos. Cuando se fue, ya conocía a dos de sus últimas bisnietas. Sus ojos, que pasaban de los 104 años, se volvían tiernos al comprobar el llanto de alguna de ellas. No paraba de buscarlas con sus manos, llenas de pieles, sin apenas carne y repletas de venas marcadas por la dureza de su vida y de su pasado.
Cuando se marchó para siempre, se fue su proyecto de vida. Pero algo quedó en los que le rodearon hasta el final. Una idea de esfuerzo, sin silencios complacientes y de eterna protesta ante injusticias.
La abuela Isabel era la vida en estado puro. Respiraba vitalidad, pese a una historia labrada en piedra y en sufrimiento. Apenas subía del metro y medio, pero su dinamismo impregnaba a los que le rodeaban. De ella, y del abuelo Lope, surgieron auténticos hijos del trabajo y del esfuerzo. Todos supieron que para vivir había que trabajar, sin aspavientos, sin envidias, con libertad y demostrando que el apellido que les marcó tenía que implicar esfuerzo e independencia.
Con los años, estos abuelos se transformaron, durante 16 meses, en nombres con los que apenas había tenido algo que ver con anterioridad. Nombres que nunca había oído. Nombres que, en un principio, no decían nada.
Sin embargo, con el paso de los días, de los meses... esos nombres se convirtieron, de nuevo, en mis abuelos. Personas tan diferentes como sorprendentes. Cada una de ellas aportaba vitalidad, pese al cansancio que muchas veces mostraban por vivir. Cada una de ellas enseñaba aspectos de una vida que se habían acabado con las abuelas María e Isabel.
De pronto, los ojos de muchos de los nuevos abuelos se volvían tiernos cuando le hacías llegar su cuchara de turmix. O cuando le limpiabas los berretes de una comida que apenas querían. O cuando les ayudabas a bajar a tomar su ingesta diaria.
Esa ternura no la volveré a sentir, pero quedará en mi retina.
Muchos no se acordarán ni de tu nombre ni de quiénes son. Pero en mi cabeza siempre permanecerán. Como se mantendrán los ojos azules de Paco, que me lloraban ante cualquier momento bajo que pasaba. No hablaba. Pero sus ojos lo decían todo. O, incluso, lo escribía en su inseparable libreta, que la llegó a utilizar un día para escribirme: "me queda poco tiempo para seguir en este mundo". Le falló su previsión.
Ese cariño permanecerá, pese a que no vuelva a sentirlo de cerca.
Las abuelas María e Isabel se fueron hace muchos años, pero sus enseñanzas me han quedado.

Gracias a los nuevos abuelos por lo mucho que me han aportado. Gracias por hacerme sentir humano, por haberme hecho vivir la vida tal y como es, una fina línea que va entre la vida y la muerte. Hoy le das una caricia en su mejilla y mañana..
Gracias a todos por lo que me han enseñado.
No es una despedida. Es un agradecimiento.

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