Un agujero. Muchos recuerdos. Muchos sueños. Muchas
ilusiones vividas en torno a ese agujero. Para muchos era sólo eso, un agujero.
Para otros, los menos, era parte de sus vidas, una forma de vivir, un motivo de
alegrías, de llantos, de bendiciones, de vida.
Aquellos agujeros se convirtieron en su infatigable compañera.
Había mamado su amor por el producto que daba aquellas profundidades. Su padre
se lo inculcó. Y su madre lo propició, pese a que, día a día, le advertía de la
dureza que significaba aquella forma de vida.
Con escasos años, no pasaba de los 14, empezó a bajar a
aquellos agujeros. Y así hizo día a día durante más de 50 años. Apenas
descansaba. Ni en las vacaciones que los demás disfrutaban. Bajaba, subía,
volvía a bajar, seguía subiendo. Día a día. Aunque había momentos en los que
daba muestras de agotamiento, su corazón podía con todo ello.
Las canteras de Villamayor, a escasos kilómetros de
Salamanca, fueron su mundo. Y lo seguirán siendo, pese a que ahora las mire con
ojos entre apesadumbrados y tranquilos.
Ya no son como él las mamó. Aquellos esfuerzos siguen siéndolo. Pero apenas se
ve el movimiento del que hace años disfrutó. Y eso le causa pesar. Ahora las ve
con la tranquilidad que le aporta el paso del tiempo, un tiempo que también
pasa para él, pero a diferente ritmo.
La arenisca ha hecho famoso a un pequeño pueblo de
Salamanca, que con los años ha abandonado su impronta. Ya da igual cuáles han
sido los motivos: la crisis, la falta de canteros… Da igual, porque algo queda,
aunque sea poco, escaso.
Era placentero ver, hace años, el movimiento de Villamayor a
partir de las siete de la tarde de cualquier día. Había trabajo. Y bueno. Había
esperanzas. Había sueños. Había ilusiones. Las manos de estos hombres que
llegaban al ocaso del sol eran rudas. La mayoría con restos de haber sufrido
heridas. Las caras estaban curtidas por el sol del fondo de la cantera.
Las reuniones en aquellos viejos bares, como el de Medes, el
del Cañista, el de Esmeralda… eran un conjunto de risas, de vida. Se vivía por
y para la piedra. Quizá ninguno supo ver la época trágica que se avecinaba.
Quizá ninguno tenía un espíritu de gran empresario. Quizá. Pero había trabajo.
Y la relación entre patrón y obrero era profunda, sin dobleces, directa.
Los años pasaron. La piedra de Villamayor se colocó en
cientos de edificios. En cualquier ciudad. Se iba a Madrid, a Girona, a Logroño…
No importaba el traslado. Allí se iba.
Y de repente, en el albor de su periodo profesional, le
abren la opción de su mejor retiro, una obra maestra que se trasladaría a
Japón. Y se embarcó en un proyecto que le daría nombre fuera de su mercado. Era
una obra de arte. Y lo es. En una ciudad cercana a Kioto, en Giufu, se
colocaron tres réplicas de las fachadas de la Universidad y de la Catedral
Nueva (2).
Y así acabó su vida profesional. Y con la visión que le daba
la jubilación comenzó a ver el declive de su oficio. De su forma de vida. Dan
igual los motivos.
Mi padre me enseñó a amar la piedra de Villamayor, a sentir
la arenisca como si fuera mi esencia, mi gen predominante. Mi padre me mostró
el camino del esfuerzo, del trabajo, como vía de llegar a las metas que te
propones. Ahora, con los años, ya no tengo tan claro sin ese tesón es
suficiente para sobrevivir, aunque ese es otro problema.
Pero mi padre me enseñó a ver el sillar, a coger la escoda,
a dar a la maceta con fuerza viril. Una enseñanza que fue efímera, porque mi
camino se dirigió hacia lados opuestos. No sé si me arrepiento de no haber
cogido aquel testigo que pasó el abuelo Lope. No lo sé.
Mi padre fue homenajeado, junto a otros veteranos canteros,
hace unas semanas en su pueblo. Una placa recordaba su vida, su pasado, su
sueño, su amor. Y juntos lo hemos recordado. Era el homenaje a un oficio que
está, como otros, en vías de extinción. Por desgracia. Quizá haya que volver a
coger aquellos utensilios y recuperar un trabajo que dio vida a mi padre.
Quizá sólo quería dar un pequeño homenaje a mi padre. Quizá
quise rendir un homenaje al cantero.